POMPEYA.

LA vida que hacián los fastuosos habitantes de la antigua ciudad de Pompeya era de molicie y languidez. Comían, bebían, dormían y se divertían. Pocos artífices había entre ellos, y las occupaciones de estos opulentos y favorecidos hijos e hijas de la fortuna eran elegantes y refinadas. Porque Pompeya era un refujio a donde los ricos se retiraban como a un santuario y las manos que daban forma a las estatuas y bellos vasos que decoraban sus hermosos domicilios no estaban acostumbradas a más ruda labor.
    ¡Y que deliciosas mansiones eran aquellas! He ahí el interior de lo que correspondería al moderno cuarto de los niños. ¡Qué hermosa fuente es alimentada por la boca de un dragón que guarda el receptáculo sobre el cual un pendiente helecho proyecta sus hojas! A su lado se entretienen dos niños en capturar los dorados peces del agua transluciente de la alberca. ¡Qué agradable lugar de recreo rodeado de tapetes y refrescado por la fuente fragrante y murmuradora!
    Los jardines de estos palacios eran maravillosos; allí las aves de vistoso plumaje cantaban en medio del enredado laberinto de odoriferas y magnificas flores y plantas. Alli las damas dejaban transcurrir las horas al sol y no era el menos favorecido de sus pasatiempos el columpio que suspendían de la arqueadas ramas de algún árbol frondoso.
    Los pompeyanos eran famosos escultores, y sus casas lujosas pintadas al fresco y decoradas de la manera más artística (como se ha probado por recientes escavaciones) dan prueba de su superior refinamiento.